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JOHN FORD (1894-1973)


UN HOMBRE DE CINE

En el cine de John Ford se expresa un gran conocimiento del ser humano. Sus imágenes explican con claridad cómo son y piensan los seres que pueblan sus películas. Los gestos, las miradas, las formas de vestir, de andar, de realizar cualquier actividad, son definitorios de ello.

Para algunos escritores o críticos de cine, siempre enganchados al rabioso (y temporal) postmodernismo, el cine de Ford es sentimental, sensiblero. Proclaman eso, mientras otros (seguro que conservadores a ultranza) afirman que también sus películas son el colmo del machismo y del racismo. Continúan desgranando otras innumerables barbaridades. Quizás les faltaría por añadir, y con razón, que su cine habla, entre otras muchas cosas, de religión, patria, honorabilidad, civilización, ley, orden y familia, al tiempo que sus imágenes diáfanas, declaran el amor y el compromiso del realizador con sus dos países, Irlanda y Estados Unidos. Todo ello, claro, de acuerdo a la comprensión tanto del director como de sus críticos.

En Ford, como en cualquier artista, sea o no director de cine, hay que hacer distinción entre la forma de vida y su pensamiento personal con lo que se muestra en su obra. Refiriéndonos al campo cinematográfico, lo que se afirma del realizador de El gran combate puede trasladarse a otros afamados directores. Basta abrir la ventana de la existencia, por ejemplo, de Buñuel, Hitchcock, Antonioni, Welles o Bergman para proceder a comparar su vida con el cine que hicieron. Si así lo hacemos se podrá comparar la gran diferencia existente entre su forma de vida y la ideología reflejada en sus películas. Es como si una misma persona se desdoblará en dos.

La familia, el apego a la tierra, el orden, la importancia de la civilización, la patria (en la que vivió o, sobre todo, en la de sus ancestros), la necesidad de sostener la leyenda y la épica frente a la verdad y la calma... aparecen, pero de forma matizada, en todo su cine.

Una obra, la de John Ford, amplísima, donde lo importante, como es esencial en cualquier obra de arte, se corresponde con el personal punto de vista impuesto a la narración. Es lo que hace, por ejemplo, que Harry, el sucio de Siegel o Manhattan Sur de Cimino sean dos filmes que hablan sobre policías fascistas, pero sin que se defiendan esas posturas (simplemente se muestran siguiendo al actor principal). Igual ocurre con el supuesto belicismo de Samuel Fuller (A bayoneta calada, Casco de acero, Invasión en Birmania, Uno rojo división de choque) al contar la barbaridad de las guerras. Algo parecido se puede decir de la violencia de los westerns de Sam Peckinpah (Mayor Dundee, Grupo salvaje, Pat Garrett y Billy Kid...). Títulos que para nada tienen que ver con los policíacos fascistas o de exaltación guerrera o violenta (1).

John Ford, director

Si tuviera que definir el cine del director de Dos cabalgas juntos (un ejemplo claro demostrativo de la duplicidad existente en toda su obra), sin tener en cuenta su ideología personal, diría que en su cine hay sensibilidad, lirismo, defensa del ser humano, crítica contra la hipocresía y lucha a favor de los oprimidos, grupo en el que se incluyen tanto las clases marginadas como negros, los indios (sí, ellos también), así como cualquier otro conjunto de seres que enervan a las buenas conciencias como pueden ser las prostitutas que aparecen (perseguidas) en varias de sus películas y cuyo principal ejemplo sería Dallas en La diligencia.

Un cine, además, respetuoso con el enemigos, que evita incluso en varias de sus películas (La patrulla perdida, They were expendable, los documentales bélicos) representar al enemigo, como también harán, entre otros, Walsh en Objetivo Birmania, Anthony Mann en La colina de los diablos de acero o Fuller en varias de sus películas bélicas.

Las largas secuencias, sin casi movimiento de cámara, abundan en objetos, elementos que ayudan a ampliar el mundo de los personajes, hacerlos más cercanos. Son partes que se acumulan para cerrar un todo. Mundos pequeños reflejo de un amplio universo dominado por el humor. Un humor que, incluso, sirve para agrandar la calidad de algunos momentos de sus películas, incluso salvando aquellos difíciles.

El humor aparece en su cine convertido bien en suave ironía bien en desbordada comicidad, a veces demasiado ingenua o primitiva pero siempre eficaz. Ocurre, incluso, en sus filmes más dramáticos, como en una de sus obras maestras, Centauros del desierto.

Humor expresado a través de sargentos de caballería; de rudos personajes con mentalidad infantil (¡quién puede olvidar el que interpreta Lee Marvin en La taberna del irlandés); deviajeros (irlandeses, por supuesto) que esperan la salida de un tren que, debido a otros menesteres, no se pone en marcha ante el consiguiente enfado de los viajeros ingleses; de sacerdotes que parecen (como en El hombre tranquilo) más preocupados por pescar (2) que por catequizar a sus feligreses; de, en fin, sorprendentes borrachines (varias veces interpretados por uno de los hermanos del realizador), pícaros y lógicamente ligados a chistes tabernarios; que son capaces incluso de resucitar para no perderse un sorprendente y único espectáculo.

Situaciones graciosas, excelentes, algunas al borde de la ingenuidad, que incluso por momentos pueden incurrir en la travesura de ofrecer un chiste más o menos de un verdoso blanco, como aquél con el que Barry Fitzgerald cierra la falsa noche de bodas de El hombre tranquilo, al interpretar de forma errónea el ardor sexual vivido por la pareja protagonista.

El oeste en Ford

Si tuviera que hablar de sus westerns, diría que su cine del oeste es el mayor documento sobre aquella época. No sé cómo serían aquellos días, pero desde luego para el futuro el oeste es como se representa en las películas de Ford.

Así tenían que ser (se hace verdad también así que la leyenda, lo imaginado, supera a la realidad) sus poblados, los personajes históricos, o no, de aquellas historias, los pistoleros, los forajidos, los de la Unión y los confederados, los héroes y los antihéroes, las mujeres que esperaban el regreso de sus hombres al hogar, las prostitutas, el vagabundear de los héroes cansados de un espacio sin fin, los periodistas y los jueces, los malvados, los negros que también integraban una caballería repleta de gente de muchas tierras y de muchas edades, la gente sin tierra o a la búsqueda de esa tierra de promisión, los mormones, la llegada de la civilización, los dentistas, los actores de teatro recitadores de Shakespeare, el saloon, el hotel, las caballerizas, los ranchos, la diligencia, las peleas en el bar, los duelos, el pasar revista a las tropas, la marcha de la caballería, las canciones y baladas, la inauguración de una iglesia, los bailes, el lento caminar de una caravana...

Sí, el oeste es Ford, hasta el punto que sus películas serán la referencia para la obra de los grandes y menos grandes del género, como por ejemplo Anthony Mann, Budd Boetticher, André de Toth, Sam Peckinpah, Samuel Fuller, Delmer Daves, John Sturges y hasta de Sergio Leone, cuya maravillosa Hasta que llegó su hora es de arriba abajo (secuencias explícitas incluidas) un homenaje al maestro.

Irlanda, bendita Irlanda

Ford se fiaba sobre todo de Irlanda y de los irlandeses. Esa era su tierra, de donde procedía. Algunos para poder acercarse al director tenían que inventarse falsos ancestros de las tierras gaélicas. Cuando Ford intuía el engaño jugaba con ellos. Y más sin eran escritores o críticos cinematográficos.

En el libro de Joseph McBride y Michael Wilmington (3), a través de su propia experiencia, podemos descubrir este divertido deporte que practicaba el realizador. McBride quiso entrevistarle para el libro que estaba escribiendo. Se presentó a Ford como si sus antepasados procedieran de uno de los condados de Irlanda. El director se dio cuenta de la mentira y jugó con él como el gato con el ratón. Realmente leyendo la más bien ridícula y torpe entrevista que le hizo, no es extraño que Ford se riera o huyera de sus posibles entrevistadores.

Parece que no fue ese el caso de Peter Bogdanovich ya que hay un libro entero en el que entrevistó al realizador ¿Qué hubiera pasado si alguien le hubiera enfrentado a unas serie de entrevistas tales como la que Truffaut ofreciese a Hitchcock (o viceversa)? A lo mejor Ford, sabiéndose menos intelectual y dandy que Hitch, hubiese rehusado. A lo mejor hubiese considerado al interlocutor como un niñato sabelotodo. O, quizás, hubiera pensado que ambos eran algo o muy pedantes.

El amor de Ford por Irlanda en sí misma, e incluso por tierras afines, y lo que representan, le lleva a cantarlas en varios títulos, como ese soberbio cuento que es El hombre tranquilo, en la dolorosa (y en parte fallida) El delator, en la nostalgia de la infancia (y más en recuerdo del padre, de su propio padre) que representa ¡Qué verde era mi valle!, en la diversidad de las tres visiones de una Irlanda que se va perdiendo en The rising of the moon (4), y, en definitiva, la película que pudo ser, al final casi de su carrera, la exaltación de uno de los famosos escritores revolucionarios e independientes irlandeses, John Cassidy, El soñador rebelde. Una película que por enfermedad tuvo que dejar en manos del que había sido un afamado director de fotografía, Jack Cardiff, que intentaba por entonces, sin demasiado éxito, pasarse a la dirección.

Películas que en su tono duro o amable hablan de las luchas de los hombres por su tierra y donde el hogar, la familia y la religión (la traición y la honestidad al unísono), la presencia del IRA (incluso en El hombre tranquilo en cuyo movimiento está integrado el sacerdote), forman un todo. Es el canto al amor, al pensamiento nostálgico de una tierra que ha quedado atrás y que -para siempre jamás, a pesar de lo que se empeñe- ya nunca será suya.

La técnica en el cine de Ford

En cine de Ford hay escasos movimientos de cámara. Cuando ésta se mueve es para seguir el desplazamiento de unos personajes o como forma de dar mayor realismo a una persecución. Se trata sobre todo de panorámicas descriptivas. Los planos largos, sostenidos, las largas secuencias sin movimiento de cámara, tienen como finalidad -tal como él diría- no distraer al espectador sobre lo que acontece en la pantalla. A Ford lo que le preocupa es que se vea a los personajes, lo que hacen, cómo miran, cómo actúan.

Cada momento de sus filmes se convierte en una mirada atenta y profunda de cada uno de los personajes que entran en el cuadro de la cámara. Cada gesto y cada objeto es importante. Por si alguien duda del gran poder hipnótico de sus imágenes (la verdad y el cine que hay en sus momentos) bastaría recordar la larga y genial conversación que tiene lugar al amanecer en el río entre los dos protagonistas (estupendos Richard Widmark y James Stewart), representando distintas formas de entender la vida, en Dos cabalgan juntos. Una secuencia maestra que sería homenajeada por el buen crítico -y luego realizador- Peter Bogdanovich, gran conocedor y amante del cine de Ford, en la que probablemente es su mejor obra, La última película.

Sin movimientos aparatosos de cámara (a manera de los de Welles, Hitchcock o Ophüls), Ford construye enormes películas basándose en un impecable dominio técnico, avalado por la presencia (como si fuera un transvase de una de sus temáticas favoritas) del núcleo familiar: el conjunto de personas -guionistas, técnicos y actores- que le acompañaron a lo largo de gran parte de su carrera.

No obstante, al igual que ocurre con los grandes realizadores clásicos de Hollywood, Ford, dentro de su clasicismo narrativo, era capaz de alterar (en pequeñas dosis) las leyes al parecer eternas de la narración fílmica, aquellas que había aprendido como actor, ayudante o realizador de cientos de películas, y que se decía que eran intocables.

Un ejemplo ya clásico lo encontramos en el ataque de los indios en La diligencia. A lo largo de esa secuencia, que parece muy larga, como corresponde al tiempo suspendido, sin fin, sin posibilidad de salvación para los que van en la diligencia, se produce un continuo salto de continuidad en el eje. Lo lógico es que se viera al vehículo ir de izquierda a derecha siendo seguido a continuación por un plano (en continuidad) en el que se viera a los indios persiguiendo en el mismo orden (izquierda a derecha) a los personajes enjaulados (donde un micromundo, los de dentro, representa a un macromundo, todos los que habitan fuera). La excelente secuencia no está montada así. La diligencia marcha de izquierda a derecha del espectador pero los indios atacan incomprensiblemente en sentido contrario. O sea que la diligencia en vez de huir parece caminar hacia los indios.

Peter Bogdanovich, en la entrevista que hizo a Ford, le preguntaba por esta escena, a qué se debía que rompiera el eje. El director dijo que no había razón alguna. Lo que ocurría, le comentó, es que las tomas se hicieron de cualquier manera ya que se iba el sol y había que rodar planos de los indios atacando, por lo que no se tuvo en cuenta la dirección en que se movían. Lo montó de esa manera, aseguró el director, porque estaba seguro -como así ocurrió- que los espectadores no se darían cuenta del falso sentido utilizado.

Se podría pensar que sus palabras eran ciertas o que simplemente era una de sus características mentiras para no explicar realmente la razón de ese cambio. ¿Fue quizás un capricho?

Al menos una película posterior del maestro pondría en entredicho sus palabras. En ella una persecución de los indios a una carreta vuelve a ser montada exactamente igual. Ocurre en Fort Apache, rodada casi diez años después. Tal repetición se ve entonces que tiene un sentido, que supone algo más que un fallo o una necesidad del rodaje. Aquella alteración en el movimiento se erige como una idea de lo que está ocurriendo: el enfrentamiento que está teniendo lugar entre dos bandos, o, si se prefiere, se visualiza el pensamiento de los perseguidos: por mucho que lo intenten van a terminar cayendo en manos de los perseguidores. No tienen salvación alguna. Excelente forma de presentarlo.

Hay quien considera que quizás Ford y Hitchcock son los dos mejores narradores que ha tenido el cine. Puede que sea verdad o puede que sea una exageración, pero lo cierto es ambos están entre los mejores contadores de historias de todos los tiempos. Y al mismo tiempo pueden ser encuadrados en el grupo de los más elocuentes y selectos innovadores con los que cuenta el cine, a pesar de su clásico estilo narrativo.

De todas formas, no creo que ambos directores fueran amigos. A pesar de ser ambos católicos, eran muy diferentes en su forma de vida, aunque tuvieran puntos de vista comunes en su forma de pensar o actuar. Así, por ejemplo, para ambos la madre era un ser único. También aceptaban que la mujer con la que se casaban era para toda la vida.

Como prueba de su distanciamiento vital bastaría comparar cómo ambos se enfrentaron al dilema sobre sus mujeres, hecho marcado a fuego en ambos por su religión: Hitch estudió nada menos que en el colegio de los jesuitas... irlandeses. Pues bien, Ford tuvo encuentros amorosos con más de una de sus actrices (5), pero siempre terminaba por volver al hogar añorando los brazos (y sobre todo la protección) de su esposa; Hitchcock, enamorado de casi todas las actrices (rubias e insinuantes) que dirigió, sólo fue mentalmente infiel a su mujer. Cuando intentó serlo físicamente ya su tiempo había pasado. Fue el intento fallido con la actriz de dos de sus últimas películas, Tippi Hedren. La negativa de la mujer le llevó a realizar una venganza personal, destrozándola psíquicamente durante el rodaje de Marnie, la ladrona. Hitchcock, cuando quería, podía ser más malvado que los malvados de sus filmes.

La importancia del cine de Ford ha sido grande, no sólo para los realizadores de westerns, sino también para muchos cineastas. Bergman, por ejemplo, le consideraba que era uno de sus directores favoritos, del que había aprendido casi todo. Orson Welles cuando recibió el encargo de rodar su primer largometraje -antes había realizado algunos cortos- se encerró en los estudios para ver películas clásicas. De todas ellas la que más veces vio fue La diligencia.

Ford ¿un racista?

Ford como persona fue tan contradictorio como son los personajes de algunas de sus películas y ello teniendo en cuenta la (aparente) simplicidad que emanan. El gran realizador era borrachín y fumador, gruñón y amistoso, pacifico y violento, incapaz de separase de su mujer pero al mismo tiempo de amar a otras muchas, sensible y distante, dulce y grosero...

En su cine también hay mucho de ello. Con su precisa mirada muestra la vida, sin querer demostrar nada en sus películas; nos cuenta historias de seres humanos y de paz en la guerra (recuérdese su maravillosa parte incluida en La conquista del oeste, titulada La guerra civil), de defensa de las razones de unos y de otros, de los protagonistas y de sus antagonistas. En las películas de Ford hay muchos personajes, y cada uno queda sabiamente reflejado y retratado.

En el cine de Ford, a pesar de la insistencia de algunos, no hay racismo. Se puede vislumbrar claramente en la defensa que hace de los negros (6), unos seres integrados en la caballería o que intentan -como el negro de Centauros del desierto- tener algo propio, aunque sólo sea una hamaca (equivalente a una casa, una tierra propia).

No parece tan clara la defensa de los indios, pero hay algo que no se debe olvidar, ni en su cine ni en el de cualquier otro: el protagonismo de un personaje en un filme lleva a veces a que se produzca una identificación con el espectador, por ello el odio obsesivo que esos personajes tienen contra los indios se puede confundir con el del propio director. Nada más lejos de la realidad. Ford, considerado hermano de sangre por los indios navajos, no los contemplaba, ni mucho menos, desde el pensamiento de algunos de sus personajes a veces obsesivos, paranoicos, racistas y crueles. Algo por otra parte natural en el oeste.

Los indios de las películas de Ford luchan por la tierra igual que hacen los hombres blancos, pero con más razón ya que luchan por su propia tierra. No desean ser expulsados de donde viven, de los lugares por donde deambulan. Son dueños de amplias tierras vírgenes con abundante caza y todo ello quiere poseerlo el hombre blanco, un recién llegado. A los indios, navajos, cheyennes, arapajoes..., sólo les queda su orgullo y la obligación de luchar aunque intuyan que terminarán perdiendo. Siempre aparecen perseguidos por la caballería, cada vez más arrinconados, desplazados más y más allá. Los indios de Ford, incluso los perseguidores, aparecen como personajes dignos de lastima (piénsese en La diligencia). Sus caras demuestran hambre; su vestimenta, miseria.

De todas formas, dejando a un lado claro El gran combate, para combatir esa falsa leyenda del odio sobre los indios que exhalan las películas de Ford, voy a referirme al filme que para algunos es el colmo del fascismo y racismo fordiano. A su excepcional Centauros del desierto. Como ejemplo del mal entendimiento de esta singular obra sirva la alucinada entrevista realizada hace años por Carlos Heredero a Alejandro Amenábar y en la que el realizador de Tesis y Los otros expresaba tal afirmación, ante la sorpresa del critico-entrevistador.

Fijémonos en los personajes de Ethan, Scar y Martin (también podíamos estudiar a Morse, el personaje de color). Martin tiene gran importancia en la resolución de la historia, por una parte es mestizo (7), por otra será quién mate a Scar (y no Ethan) y quien al final se quede con la chica (Vera Miles), sellando así la unión entre razas. En este sentido, el personaje es el que mejor puede aceptar la unión entre Scar y la sobrina de Ethan (Natalie Wood).

Scar, el orgulloso y (aparentemente) sanguinario jefe indio, papel curiosamente interpretado por un actor blanco, tiene poderosas razones para actuar como lo hace:

-si ataca la granja y asesina a los familiares de Ethan es como venganza por la muerte de sus hijos asesinados por el hombre blanco;

-el seguir, al final, a Ethan y Martin para matarles es para poder recuperar a su mujer, que ha sido rescatada por la pareja. Scar lucha -como muchos personajes fordianos- por su familia, su hogar.

Ethan, por su parte, es un racista considerado por algunos críticos como una especie de psicópata. El odio de tal personaje hacia todos (y a su soledad) le lleva a odiar a los indios (patea a una mujer india), hasta el punto de matar búfalos para que no tengan comida o disparar a los ojos del cadáver de un indio para que -según la creencia comanche- nunca pueda entrar el muerto en la tierra de los espíritus, viéndose obligado a vagar toda la eternidad por el aire. Curiosamente ese es el castigo que recibirá el propio Ethan: nunca podrá descansar, tener un hogar. Deberá errar, perdedor en mil combates, por lo tiempos pasados, ya que en el futuro ni él, ni su pensamiento, tienen cabida. Para él, como para Scar, nunca habrá paz.

Habría que citar también (dentro de este filme) el destacamento de caballería nada apaciguador, ni buscador de la paz, sino brutal castigador de todo un poblado indio, que asola matando a quien se le pone por delante, mujeres y niños incluidos. Una secuencia terrible, a la que parece habérsele dado escasa importancia. Años después, un momento muy parecido (¿copiada?, ¿recordada?, ¿homenajeada?) sería muy aplaudido y tomado como ejemplo de cine reivindicativo de tesis, en la crítica Pequeño gran hombre de Arthur Penn. Cosas que pasan.

Cuando se estrenó Centauros del desierto no fue muy bien tratada, incluso algunos de los más fervientes fordianos no le dieron demasiada importancia. En España, curiosamente, tardó varios años en estrenarse. Hoy, a más de cincuenta años de su realización, está considerada como una de las obras máximas de su director, la única que ha ocupado los primeros lugares en las votaciones que -para obtener cuáles son las mejores películas de la historia del cine- realizan las principales revistas de cine de todo el mundo, entre los más conocidos críticos de diferentes países. Es, sin duda, una excelente película, una de las grandes que realizó ese gran director cada vez más engrandecido llamado John Ford (8).

En todo su cine habló sobre las leyendas. Sabía mucho de ello, él mismo era una leyenda.

(1) En este grupo dentro de las películas policíacas fachosas se incluirán la mayor parte de los filmes interpretados por actores como Charles Bronson, Van Damme, Chuck Norris... En parecidos títulos, pero bélicos, también interviene, además de algunos de los anteriores, Sylvester Stallone. Muchos spaghetti-western serían, por su parte, ejemplos de exaltación de la violencia.

(2) Hay que fijarse en la divertida metáfora (en el cine de Ford abundan) por la que el sacerdote, narrador de la historia, se presenta como un pescador (al igual que San Pedro), de acuerdo a la representación del cura como pescador de... almas. Aunque en este caso lo que intenta pescar (sin conseguirlo) son salmones.

(3) Capítulo tercero, Ford por Joseph McBride del libro John Ford de Joseph McBride y Michael Wilmington. Ediciones JC. Madrid, 1984.

(4) El filme es presentado, como símbolo de autoridad, por un actor con ascendencia irlandesa, Tyrone Power. El primer título previsto era el de Un trébol de tres hojas en alusión al trébol que aparece en la insignia nacional y fue cambiado posteriormente por una alusión al cántico nacional.

(5) Ford tenía claro que se podía tener relaciones con sus protagonistas pero no enamorarse de ellas. Es divertido comprobar, según algunos de sus biógrafos, la relación con la volcánica Maureen O'Hara en El hombre tranquilo (con la que por cierto había trabajado y trabajó en otras ocasiones). Cuando se traicionó respecto a su claridad de ideas dijo otra cosa: si te enamoras de tus actrices no podrás hacer una buena película. El ejemplo fue Maria Estuardo. Katharine Hepburn y Ford se enamoraron. A Katharine le gustaba ser dominada por hombres fuertes. Y Ford lo era, como lo sería Howard Hudges. Le propuso casarse. Ford lo dejó claro: nunca se separaría de su mujer. Katharine, poco después, aunque sin llegar a casarse, se uniría a un personaje que tenía muchos puntos de identidad con Ford, incluido ser católico: Spencer Tracy.

(6) Ford dedicó una película específica a favor de los negros (Sargento negro), otra en defensa de los indios (El gran combate) y una más sobre la fortaleza de las mujeres (Siete mujeres). Por si alguien tenía alguna duda sobre su forma de pensar.

(7) Ethan, en un momento le dice "Se te podría tomar por un mestizo", a lo que Martin contesta ser un octavo de cherokee y el resto inglés y escocés. Martin, de niño, fue liberado por Ethan de los indios que le habían acogido después de matar a sus padres, colonos blancos. El hermano y la cuñada de Ethan lo adoptaron y criaron como un hijo más

(8) Antonio Weinrichter, en el prólogo del interesante libro que la Filmoteca de España dedicó en 1988 a la obra de John Ford con motivo de la proyección de su obra, señala los nombres con los que es conocido el director: "Almirante de reserva de la Marina John Martin Feeney, Natani Nez para los indios navajos y Jack Ford hasta que un día de 1923 decidió que ya podía hacer cine lo suficientemente bien como para firmar sus películas con el nombre de John Ford".


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